


¡Estimado Sr. Presidente, los miembros del gobierno y diputados del Parlamento de Ucrania!
Por la carta presente Le informamos, que el 05 de abril de 2011 fue proclamado Patriarcado Católico Bizantino. Fue elegido el primer patriarca – Arzobispo Elias (65 años).
Residencia de Patriarcado está en Leopolis (Ucrania).
A través de la constitución del Patriarcado, fundado sobre la base apostólica y profética, Dios ha dado la salida a todos los católicos ortodoxos también fuera de Ucrania.
“Llevaban también a dos malhechores para ser ejecutados con Él. Cuando llegaron al lugar que se llama de la Calavera, le crucificaron allí, y a los malhechores: uno a la derecha, y otro a la izquierda. Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lc 23, 32-34)
La muerte por crucifixión era el castigo más cruel y vergonzoso. Cuando hubieron llegado al sitio, ordenaron a Simón de Cirene dejar la cruz en el suelo. Después derribaron a Jesús de espaldas con sus hombros contra la viga. El soldado ―verdugo― le palpó la hendidura por delante de la muñeca y ahí puso un pesado clavo cuadrado de hierro y lo golpeó con el martillo. El clavo perforó la piel y pasó por el lugar donde fue el nervio, que controla los movimientos del pulgar y señaliza el dolor. El dolor causado por la perforación de la muñeca en este lugar es insoportable. Las venas fueron arrancadas y la herida estaba sangrando profusamente. Los golpes siguientes con el martillo clavaron la mano en la madera de la cruz. La otra mano y ambos pies fueron clavados en la cruz de la misma manera. En estos terribles dolores, recurriendo a todas sus fuerzas, Jesús pronunció las palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
“Uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. El otro le reprendió diciendo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos; pero éste no hizo ningún mal. Y dijo: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino. Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. (Lc 23, 39-43)
“Jesús …”, el malhechor fija sus ojos en el rostro torturado de Jesús. Sobre la nariz y el lado derecho del rostro hay las heridas causadas por un golpe del palo, excoriaciones en los párpados y las cejas, una hinchazón en la mejilla, la nariz que sangra, contusiones y heridas de la piel. Su cara está empapada de sangre de las arterias en la cabeza, que fueron atravesados por las espinas. Las heridas en las manos y los pies están sangrando. El malhechor oye las burlas y blasfemias de los soldados, oye al otro malhechor colgado en la cruz. Él también oye las blasfemias de la jerarquía soberbia. El malhechor, sin embargo, consciente de su propio pecado, miró a los ojos de Jesús, creyó en Él y pronunció con fe: “¡Jesús!, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”. Así él también confesó ante todos que Jesús es realmente el Hijo de Dios. Sólo Él perdona los pecados y nos hace partícipes del Reino de Dios. Era una confesión pública y gloriosa de Jesús ante sus enemigos, que se burlaban de Él.
“Estaban junto a la cruz de Jesús Su madre… Cuando Jesus vio a Su madre y al discípulo a quien amaba, de pie junto a ella, dijo a Su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió consigo” (en latino: “in sua”). (Jn 19, 25-27)
“Estaba junto a la cruz de Jesús Su madre…” Ella Lo ve crucificado, torturado, Su cuerpo cubierto por las heridas. La corona de espinas causa un dolor particularmente insoportable. Prensado en su cabeza, las espinas afiladas atraviesan el cuero cabelludo y causan hemorragia dolorosa. Ella Lo vio caer sobre su cara varias veces bajo el peso de la cruz. Las caídas en el camino de la cruz dejaron moretones dolorosos en sus rodillas. Cuando lo encontró allí, fue sólo por un brevísimo momento. Ahora ella está de pie bajo la cruz. Jesús la volvió a ver. Él está mirando a ella… María está aquí en la unidad espiritual perfecta, crucificada juntamente con Él. De pie junto a ella está el discípulo Juan. Cuando Jesús le vio, dijo a Su Madre: “Mujer, he ahí tu hijo”. El discípulo no se da cuenta completamente de cómo profundamente se está cumpliendo el misterio de su nuevo nacimiento. Él está mirando a Jesús, por el cual ha dejado todo. La palabra de Jesús penetra hasta el fondo de su corazón. Aquí, en su corazón, él recibe espiritualmente a la madre de Jesús, que se hizo su Madre también.
“Sabiendo Jesús que ya todo se había consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: ¡Tengo sed! Había allí una vasija llena de vinagre. Entonces pusieron en un hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca.” (Jn 19, 28-29)
Jesús es clavado en la cruz y tiene sed. La flagelación cruel ha rasgado Su cuerpo sagrado y Él ha perdido mucha sangre. El azote constaba de varias gruesas tiras de cuero con dos pelotitas de plomo fijadas cerca del extremo de cada una. Las pelotitas de plomo producían, primeramente, grandes y profundas magulladuras, que luego se abrían con los golpes siguientes. Finalmente, la piel de la espalda colgaba en largas cintas y todo el área era una masa irreconocible de tejido roto que sangra. Dos verdugos azotaban a Jesús con toda fuerza. El látigo pesado caía, una y otra vez, sobre los hombros, la espalda, y las piernas de Jesús. Los soldados no escatimaron ninguna parte del cuerpo, ni siquiera la cabeza y la cara.
“En la hora novena Jesús exclamó a gran voz, diciendo: ‘¡Eloi, Eloi! ¿Lema sabactani?’” (Mc 15, 34)
Jesús está muriendo en la cruz. Su cuerpo está lleno de heridas y contusiones, la piel está cubierta de sudor frío y pegajoso. Él no puede encontrar una posición que Le permitiera por lo menos un poco de alivio. Los clavos en las muñecas están presionando los nervios medianos, dañados gravemente, causando un dolor fuertísimo. Cuando Jesús se empuja hacia arriba para evitar este tormento, Él coloca todo su peso sobre el clavo que atraviesa los pies. Nuevamente se produce una agonía de dolor ardiente, cuando el clavo desgarra los nervios entre los huesos metatarsicos de los pies. Cada movimiento es seguido con un nuevo sangramiento. Las manos se fatigan, grandes oleadas de calambres pasan por los músculos engarrotándolos en un profundo dolor punzante. Los calambres aprietan las terminaciones nerviosas de los músculos. Se puede inhalar aire a los pulmones pero no se puede exhalar. Jesús lucha por elevarse para tener al menos un pequeño respiro. Finalmente, el aire entra en los pulmones, la sangre se enriquece un poco y los calambres se relajan parcialmente. Espasmódicamente, Jesús logra levantarse para exhalar y luego inhalar el oxígeno que sostiene la vida. Jesús experimenta ciclos de calambres dolorosos cada vez mayores. Con cada movimiento hacia arriba o abajo, Sus espaldas laceradas se desgarran contra el rugoso madero de la cruz. La fiebre se eleva, cada choque de Su cabeza contra el travesaño de la cruz incrusta las púas más profundamente en su cuero cabelludo.
“Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo ‘¡Consumado es!’”. (Jn 19, 30)
Los brazos de Jesús se fatigan, están perdiendo la fuerza. Grandes oleadas de calambres barren los músculos, haciendo nudos en ellos con un dolor profundo y pulsante. Llegan los ciclos de asfixia. Los músculos del pecho son paralizados y incapaces de actuar. Jesús lucha para lograr siquiera una respiración breve. Siente un profundo dolor opresivo en el pecho. El pericardio lentamente se llena de suero, comienza a comprimir el corazón y por lo tanto restringe sus movimientos. El corazón late de forma irregular. La pérdida de sangre y sed ardiente causan que el corazón comprimido está luchando para bombear sangre pesada y espesa en los tejidos. Los pulmones torturados están esforzándose frenéticamente para tragar pequeñas cantidades de aire. Jesús puede sentir el frío de la muerte que paulatinamente invade sus tejidos. Con últimas fuerzas empuja sus pies partidos contra el clavo, endereza sus piernas y toma más aire. Se oye Su palabra: “¡Consumado es!”
Ríos de sangre fluyen por el rostro pálido de Jesús. La sangre está cada vez más oscura. El rostro cubierto de heridas se alarga. Los labios son de color azul y comprimidos. Su cabeza se hunde en su pecho, el corazón deja de latir. Jesús entiende que está en el umbral de la muerte.
“… y hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. El sol se oscureció y el velo del templo se rasgó por la mitad. Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: ‘¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!’ Y habiendo dicho esto, expiró”. (Lc 23, 44-46)
Sus palmas, antes cerradas, se han abierto y las manos han colgado inpoderosas. Las rodillas se han inclinado hacia un lado. La cabeza se hundió en el pecho sin vida. El Señor Jesús exhaló su último suspiro. Eran las tres de la tarde.
En el espíritu vemos la tumba de piedra en Gólgota. Durante la noche del sábado lo guardaron los soldados romanos. Los principales sacerdotes y los fariseos dijeron a Pilato sobre Jesús muerto: “Él dijo, viviendo aún: Después del tercer día resucitaré. Manda, pues, que se asegure el sepulcro.” (Mt 27:63-65)
La noche está calmosa. ¿Qué sucede en el ámbito espiritual? El espíritu de Jesús descendió a este mundo temporal. En ese momento resucitó y se transformó Su cuerpo, que hasta entonces había permanecido en la tumba. Este cuerpo pasó a través de la tumba de piedra, porque ya no estaba sujeto a las leyes físicas.
El domingo, muy temprano por la mañana, cuando todavía estaba oscuro, llegó María Magdalena y la otra María al jardín donde Jesús fue sepultado. Cerca de la tumba de repente fueron asustados por un gran terremoto. He aquí un ángel del Señor se les apareció. Lo ven como desciende del cielo, remueve la piedra de la entrada de la tumba y se sienta sobre ella. Las mujeres perplejas miran el rostro del ángel. Su rostro era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve que brilla al sol. Incluso los soldados que custodiaban la tumba de Jesús son testigos de esta aparición deslumbrante. Pero ahora yacen por la tierra como muertos, temblando por miedo de la apariencia del ángel. De igual modo las mujeres son espantadas, pero miran la aparición celestial con la esperanza.
Ahora el ángel les anuncia: “No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí; porque ha resucitado, como dijo”. (Mt 28, 5-7)
¿Qué sentimientos llenaban el corazón de Pedro, cuando el viernes, antes que el gallo cantó, había negado públicamente a Jesús tres veces ―que no Lo conocía, que no tenía nada que ver con Él―? El miedo y por otra parte, el remordimiento por la traición del propio Señor lo atormentaban interiormente. Los demás apóstoles también se encontraban en profunda tristeza y el miedo.
El domingo por la mañana, María Magdalena llega corriendo, a toda prisa llama a la puerta y clama: “¡La tumba está vacía!” Poco después, las otras mujeres también vienen corriendo y anuncian lo mismo.
Pedro y Juan decidieron que fueran ellos mismos a saber cuál es la realidad. Ellos corrieron a la tumba. Pedro entró… “Entró también el otro discípulo; y vio y creyó. Porque aún no habían entendido la Escritura que era necesario que Jesús resucitara de los muertos. Entonces los discípulos volvieron a los suyos”. (cf. Jn 20, 2-10) Pero María estaba fuera llorando junto al sepulcro…
Jesús dijo: “Recibiréis el poder del Espíritu Santo y Me seréis testigos…” (Hch 1, 8) La condición para recibir el Espíritu Santo es el arrepentimiento: “Arrepentíos, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa y para todos los que están lejos…” (Hch 2, 38-39)
¡Es necesario recibir el Espíritu Santo por medio del arrepentimiento de nuevo y de nuevo! ¡Esto significa salir de las tinieblas del pecado a la luz de Dios, de mentira a la verdad, de la muerte a la vida! Cada entrada a la luz siempre implica la negación a sí mismo.
Cada vez que nos arrepentimos, entramos a la presencia de Dios. Aquí confesamos nuestros pecados y la fe en el poder de la sangre de Jesús. El Espíritu Santo viene de nuevo y nos da la luz y la fuerza a conocer y realizar la voluntad de Dios. “El Espíritu Santo intercede por nosotros con gemidos indecibles”. (Rm 8, 26) ¡Si recibimos al Espíritu Santo en plenitud, el espíritu del mundo debe retirarse de nuestra alma!
“Nos hizo merced de preciosas y ricas promesas para hacernos así partícipes de la divina naturaleza, huyendo de la corrupción que por la concupiscencia existe en el mundo.”
2 Pe 1, 4 (desde 12-10-2025 hasta 26-10-2025)