El PCB: La solución para salvar África: patriarcado /Explicación de la oración profética según Ezequiel 37 – 9.ª parte/

Dios impulsó al profeta Ezequiel en el cautiverio babilónico a preparar las condiciones, mediante la oración profética, primero para una resurrección espiritual y luego para una liberación física.

El profeta Ezequiel testifica: «La mano del Señor vino sobre mí y me llevó en el Espíritu y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Entonces Él me hizo pasar cerca de ellos, a su alrededor, y vi que eran muchísimos huesos y estaban muy secos». (Ez 37, 1-2)

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Dios dejó atónito al profeta con una pregunta: «Hijo de hombre, ¿vivirán estos huesos?» (Ez 37, 3). El asombrado profeta expresó su fe en la omnipotencia de Dios. Entonces el Señor le ordenó: «Profetiza sobre estos huesos, y diles: “He aquí, haré entrar en vosotros espíritu (de arrepentimiento) y viviréis. Pondré tendones sobre vosotros, haré subir carne sobre vosotros, os cubriré de piel y pondré espíritu (de vida) en vosotros; y viviréis. Y sabréis que yo soy el Señor”».  

La respuesta a la primera etapa de la profecía fue un gran estruendo. Esto sucede siempre que se empieza a predicar el verdadero arrepentimiento. Pero al mismo tiempo, la palabra también provoca los primeros signos de vida, es decir, la restauración del orden de Dios. Imaginemos un montón de huesos sobre una gran superficie. Los huesos están dispersos y, de repente, cada uno empieza a buscar su sitio. Se mueven, chocan entre sí y se unen hasta formar una masa de esqueletos. Esta es la primera señal de orden, pero todavía no de vida.

El profeta sigue hablando a estos esqueletos y observa lo que sucede.

«Y miré, y he aquí, los tendones se pusieron sobre ellos, y la carne subió, y la piel los cubrió, pero no había espíritu en ellos» (v. 8).

Ahora viene la etapa de profetizar directamente al Espíritu.

«“Espíritu, ¡ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos, para que vivan!” … Profeticé como me había mandado, y el espíritu entró en ellos, y cobraron vida. Y se pusieron de pie: ¡un ejército grande en extremo!» (v. 9-10).

El apóstol Pablo nos exhorta a procurar el don de profecía. Al mismo tiempo, nos recuerda que la Iglesia está edificada sobre apóstoles y profetas (cf. Ef 2, 20). El Espíritu Santo es el mismo, la omnipotencia de Dios es la misma, y también lo son las promesas de Dios. Por nuestra parte, la condición es la obediencia a la Palabra de Dios, es decir, la obediencia de la fe. En esto, la madre de Jesús es nuestro modelo supremo. En un momento histórico que tuvo un profundo impacto en toda la humanidad, ella dijo su «genoito»: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». María creyó que el Espíritu Santo haría posible lo imposible. No dudó de la palabra de Dios. En la cruz, Jesús nos la entregó como madre.

Heredamos una naturaleza corrupta de Eva, la primera mujer, nuestra primera madre. En el testamento de Cristo, María nos fue dada como madre espiritual. El testamento es la palabra de Dios, que como una espada de dos filos penetra en lo más profundo de nuestro ser, hasta partir el alma y el espíritu. Así de profundamente recibió espiritualmente el discípulo a la madre de Jesús junto a la cruz, y así debemos recibirla nosotros también. El cumplimiento del testamento de Cristo es, de hecho, un trasplante espiritual del corazón nuevo prometido por el profeta Ezequiel. Se trata de un profundo misterio vinculado al misterio del pecado original y a la libertad que Cristo nos ha conquistado.

La profecía hecha a la serpiente —el diablo— en el paraíso se refiere a la madre de Jesús: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella te aplastará la cabeza». Esta palabra de Dios hay que tenerla en cuenta. Con nuestra madre María, pasemos esta hora de oración con fe viva, pronunciando las palabras proféticas que se nos han dado a través del profeta Ezequiel, y que aplicamos como rhema al tiempo apocalíptico actual. ¡Sí, Dios ofrece una salida!

Esta oración profética la rezan casi a diario pequeñas comunidades desde hace varios años. Únete a ellas. Sé profeta o profetisa de Dios.

Explicaremos brevemente la oración profética:

En primer lugar, tomamos conciencia de la manifestación de la omnipotencia de Dios en la creación del universo y en la resurrección de Cristo.

Al orar con gestos que nos ayudan a concentrarnos y con fe, pedimos la restauración de las condiciones básicas de la vida espiritual, tal y como lo enfatizó el profeta Ezequiel. Es el espíritu de arrepentimiento el que une los huesos esparcidos para formar los esqueletos que los sostienen. A continuación, pueden cubrirse con tendones, carne y, por último, piel. Los tendones simbolizan la oración, la carne simboliza la doctrina de los apóstoles y la piel, la comunión fraterna (Hch 2, 42). La comunión implica la celebración del séptimo día, el día de la resurrección de Cristo.

En esta oración, invocamos repetidamente el santo nombre de Dios, Yehoshua. Está escrito: «Todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo» (Rm 10, 13). Jesús nos manda echar fuera demonios y resucitar a los muertos espirituales. ¿Quiénes son los muertos espirituales? Los simbolizan los huesos secos. Se trata de cristianos, es decir, personas bautizadas, que han recibido la vida de Dios, pero el espíritu del mundo y el pecado los han matado espiritualmente.

En la parte inicial, Dios le ordena al profeta que profetice a los huesos secos. Comienza el proceso de reanimación, pero los huesos secos terminan convirtiéndose en meros cadáveres sin vida. Se necesita la intervención del Espíritu de Dios: la resurrección. Por eso, Dios anima al profeta a no profetizar más a los muertos, sino a profetizar directamente al Espíritu de Dios.

Profetizar al Espíritu es la segunda etapa de la oración. Profetizamos hacia los cuatro puntos cardinales sucesivamente, como se le ordenó al profeta. Profetizar a un punto cardinal dura aproximadamente 15 minutos, por lo que en total es una hora en la que nos dirigimos directamente al Espíritu de Dios.

La ayuda más importante para nosotros es la madre de Jesús y nuestra madre.

La madre de Jesús es un corazón nuevo, la nueva Jerusalén en nosotros. En medio de ella hay una columna de luz y fuego, el lugar del poder omnipotente de Dios. La imagen bíblica de la nueva Jerusalén es un cuadrado. Entramos en el nombre de Dios, en el que debemos expulsar demonios.

Al pronunciar las sílabas Ye-ho-shu, me doy cuenta de la presencia de Dios.

Al exhalar la primera «aaa», percibo que estoy en la columna de luz, penetrado por la luz de Dios. Con la segunda «aaa», percibo la unión con Jesús, con Su muerte. Al exhalar la tercera «aaa», me sitúo en la columna de fuego, en el centro, y mi espíritu percibe la unión con el Espíritu de Dios.

¡Yeeee-hoooo-shuuuu-aaaa-aaaa-aaaa!

La exigencia del Evangelio es: «echad fuera demonios». Me doy cuenta de que estoy en el corazón nuevo, que es la morada del Dios viviente y todopoderoso. La madre de Jesús está en mí y, a través de mí, cumple esta exigencia y ordena:

«Todas las fuerzas demoníacas en este territorio, os mando por el poder del nombre de Yehoshua, ¡salid de aquí y arrojaos al abismo del infierno;

primero de los aires! —María cree, el Espíritu lo hace. ¡Amén!».

«¡Salid del territorio! —María cree, el Espíritu lo hace. ¡Amén!».

«¡Salid de todas las personas! —María cree, el Espíritu lo hace. ¡Amén!».

«La Virgen Inmaculada os ordena: ¡y no regreséis jamás! ¡Amén!».

Después, oramos con la madre de Jesús para que el Espíritu Santo llene los aires vacíos, el territorio y a todas las personas que se encuentran en él.

Entonces nos damos cuenta de que Dios nos creó, le pertenecemos, pero el diablo, que es un mentiroso y un homicida, sedujo a los primeros humanos al pecado, y a través del pecado vino la muerte. Su trágico fruto son los huesos secos. En esta tragedia humana, nos dirigimos al Padre celestial, que es el único que da una salida. Él dio a su Hijo unigénito por nosotros. Jesús venció a la muerte muriendo en la cruz.

Tenemos presentes las últimas cuatro palabras de Jesús en la cruz y el poder de Su muerte. Al mismo tiempo, nos damos cuenta de que por el bautismo nos hemos convertido en miembros del cuerpo místico de Cristo, del que Jesús es la cabeza y la madre de Jesús, el corazón. La madre de Jesús estuvo al pie de la cruz. Fue crucificada interiormente con Jesús. En espíritu, vivió con él el momento de Su muerte, es decir, la victoria sobre el diablo y el pecado original. Este misterio de unión con la muerte de Cristo se nos dio en el bautismo: «Por el bautismo, habéis sido sumergidos en la muerte de Cristo» (Rm 6, 3). En el momento de la muerte, Jesús clama: «Padre, Abba».

Al exhalar «Aaaa», me doy cuenta de la muerte de Cristo como una columna de fuego que me atraviesa y me une al Padre.

Al exhalar «baaa», me doy cuenta de que a través de la puerta de la nueva Jerusalén, el poder de la muerte de Cristo fluye hacia los miembros de la Iglesia de Cristo. «Aaaa-baaa…».

Mi mano derecha e izquierda irradian el poder de la muerte de Cristo que fluye por las puertas laterales. «Aaaa-baaa…».

El poder de la muerte de Cristo fluye ahora por las tres puertas abiertas. «Aaaa-baaa…».

El profeta debe dirigirse entonces en obediencia al Espíritu Santo, como se le ordenó: «Profetiza al Espíritu, profetiza, hijo del hombre, y di al Espíritu: “Espíritu, ¡ven y sopla fuerte sobre estos muertos, para que vivan!”».

En este acto de fe, experimentamos nuestra unión con la madre de Jesús: «María cree, el Espíritu lo hace». Jesús vino a través de María y del Espíritu Santo para liberarnos de la esclavitud del pecado y para habitar en nosotros. Ese es el propósito de revivir y resucitar los huesos secos. Por tanto, es necesario comenzar a profetizar y perseverar; así, la nación espiritualmente muerta resucitará.

 

+ Elías

Patriarca del Patriarcado Católico Bizantino

+ Metodio OSBMr                 + Timoteo OSBMr

Obispos Secretarios

 

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LA ORACIÓN PROFÉTICA EZ 37

Profetiza, Hijo del hombre

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“Ésta es la obra de Dios: que creáis en aquel que él ha enviado.”

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