Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos…
Si no perdono, tampoco seré perdonado. ¡Pero cuidado! Cuando pienso en mis ofensas hacia los demás, en que no rezo por ellos, en que soy indiferente a su salvación, en que no les doy buen ejemplo, en que digo palabras vanas o airadas, etc., debería pedirles perdón en mi espíritu, o, a veces, incluso con palabras. Me siento culpable hacia la otra persona, y cuando me doy cuenta de que ella también me ha hecho daño, es como un triunfo para mí: tengo una oportunidad. ¡¡¡Algo a cambio de algo!!! Si soy capaz de perdonar, me atribuyo el mérito y, en cierto sentido, triunfo sobre mi prójimo. Entonces puedo decir con sinceridad: «Padre nuestro, perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden…». Perdónanos a los dos, a mí y a quien me ha hecho daño. Y ahora perdono, y es como si perdonara también a quienes le han hecho daño a él, y entonces el Señor escucha esa sincera oración del Padrenuestro.
Si perdono de verdad a los demás y me humillo, el Señor me dará una gran paz. El perdón, la seguridad y la paz dependen de mi fe, acompañada de humildad.
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